Línea Magenta: El verdadero lujo
“Vivir bonito” es un concepto al que se le ha llenado de ideas absurdas, sobre el consumo y la adquisición –per se- la calidad de vida. Nada más falso, te digo por qué.
No hace mucho, fui a una cafetería bastante escondida aunque interesante; naturalmente no llevaba grandes expectativas sobre la calidad de las bebidas o los alimentos. Era pequeña y simplemente acogedora, a diferencia de otras fastuosas, que ya desde el fondo negro mate desde el que se lee “Coffee Bar”, prometen todo. Pedí un café americano con doble carga y sorpresivamente fue lo que recibí, adicionalmente y sin que lo pidiera, me llevaron dos panecitos tostados con mantequilla y mermelada en pequeños refractarios.
Fue entonces que me pregunté, ¿qué es lo que nos hace experimentar la sensación de que pertenecemos a un sitio?, ¿qué nos hace sentir bienestar en un lugar ajeno?
Llamé a mi madre y le pregunté. Qué era para ella, “vivir bien”. Proviniendo de un lugar fascinante como precarizado al sur del Estado de México, me inquietaba su respuesta.
“No debe haber un mejor lugar en el mundo que la casa”. Citó a mi abuela Leonor (mamá de mi papá, Q.E.P.D); una entusiasta de la cocina como pocas, porque a pesar de ser una mujer mayor, nunca se arraigó a los platillos en los que era una maestra; intentaba probar con recetas de cocina internacional, y a los 75 años, continuaba siendo aprendiz, curiosa, inquieta y motivada.
— “La gente come mal porque quiere, no porque no tenga”, recordaba mi madre. Y claro que se me saltaron los ojos pensando en un montón de discursos relacionados con “el pobre es pobre porque quiere”, y todo el primer tomo de clasismo para principiantes.
— Decía, que a diferencia de las ciudades, en el pueblo aún tenemos la fortuna de tener milpas donde crecen quelites, que puedes ir a recoger a primera hora. Esos, los guisas con cebollita, ajo, suficiente sal. Los echas en una tortilla de masa azul, que si ya no sacas del comal, te compras tres pesos en el mercado (porque #moderna), agregas una salsa bien tatemada y ya si te ahorraste lo del pulque o el refresco, pues le agregas al taco una rodajita de queso panela.
Si piensas en el dinero que gastaste en esa operación culinaria, aterra pensar cuánto pagamos por un litro de Coca Cola, Sabritas o cualquier tipo de galletas empaquetadas.
Bebí un sorbo más de café mientras continuaba escuchando a mi madre, que dijo:
—Yo agregaría a ese almuerzo, el hecho de prepararlo en una cocina bien iluminada y ventilada, con vista al jardín al que le dedicas tiempo y esfuerzo para mantener floreciendo… escuchando una musiquita que te acompañe en ese rato, en lo que te sirves.
Evoqué la cocina de leña de mi abuela Hisi, rodeada de verde, y de una iluminación tan natural como la que se crea por la luz filtrada de las tejas, y el olor a leña ahumando lo mismo los frijoles que el pollo con arroz.
Tuve entonces mucha claridad sobre por qué hay quienes viven bien y quiénes no.
Pensé por último en las comidas dominicales de los pescadores de mi pueblo (Puerto Morelos) y las de mi nuevo hogar en el Pacífico, en sus pequeñas viviendas, mientras los que “si tienen” hacen fila en el burguer.
Tomé este texto en el afán de editarlo, como un pretexto para reflexionar sobre todo aquello que nos humaniza, que nos regresa el sentido de las cosas, como la convivencia familiar, la elaboración de los alimentos, la colaboración en las tareas. Reparar en que lo importante del café, es el café mismo, que sepa a lo que debe de saber y en la medida adecuada para ser bueno, más allá de la cadena o establecimiento que lo expide o los insumos que buscan ocultar su mala calidad, como la leche de almendras o de coco, baja en grasa, gluten free, certificado kosher… No, un buen café y nada más.
Pienso que el verdadero lujo, está en hacer una fiesta con tacos de quelites. En ritualizar.
Por Carolina Chávez